–Es muy, muy profundo –decía Naoko escogiendo cuidadosamente las  palabras. Ella hablaba así a veces: muy despacio, buscando los términos  adecuados–. Es muy profundo. Pero nadie sabe dónde se encuentra. Claro  que está por allí, en algún sitio. Eso es seguro.
Y, con las  manos embutidas en los bolsillos de su chaqueta de tweed, se volvió  hacia mí y me sonrió como diciendo: «¡Es verdad!».
–Tiene que ser  muy peligroso –comenté–. Hay un pozo muy hondo por alguna parte. Pero  nadie sabe encontrarlo. Si alguien se cae dentro, está perdido.
–Pues sí, está perdido. ¡Catapún! Y se acabó.
–¿Y eso ocurre?
–Quizás  una vez cada dos o tres años. Alguien desaparece de repente, y por más  que lo busquen no lo encuentran. Entonces la gente de por aquí dice: «Se  habrá caído dentro del pozo».
–¡Vaya! No es una muerte muy agradable que digamos.
–¡Oh,  no! Es una muerte horrible –dijo Naoko sacudiéndose con la mano unas  briznas de hierba de la chaqueta–. Si te rompes el cuello y te mueres  sin más, todavía, pero si resulta que sólo te tuerces el tobillo, o algo  parecido, estás perdido. Por más que grites, nadie va a oírte, no hay  esperanza alguna de que nadie te encuentre, los ciempiés y las arañas  pululan a tu alrededor, el suelo está lleno de huesos de personas que  han muerto allá dentro, todo está oscuro, húmedo… Y allá arriba se  dibuja un pequeño círculo de luz parecido a la luna en invierno. Y tú  vas muriéndote allí, solo.
–Si lo pienso se me ponen los pelos de punta –dije–. Alguien tendría que buscarlo y poner un cercado.
–Pero nadie puede encontrarlo. Así que ten cuidado y no te apartes del camino.
–No temas. No lo haré.
Naoko sacó la mano izquierda del bolsillo y agarró la mía.
–Pero  a ti no te pasará nada. Tú no tienes por qué preocuparte. Aunque  andaras por aquí de noche con los ojos cerrados, tú jamás te caerías  dentro. Seguro. Y a mí, mientras esté contigo, tampoco me pasará nada.
–¿Jamás?
–Jamás.
–¿Y cómo lo sabes?
–Lo  sé. –Naoko asió mi mano con fuerza. Luego siguió andando un rato en  silencio–. Yo estas cosas las sé muy bien. No sé por qué, pero las  siento, y punto. Por ejemplo, ahora que estoy agarrada a ti con fuerza,  no tengo miedo. Nada puede hacerme daño.
[...]
–Ven. El pozo puede estar por aquí cerca –le advertí a sus espaldas.
Naoko se detuvo, me sonrió y me tomó del brazo. Recorrimos el resto del camino el uno junto al otro.
–¿No me olvidarás jamás? –me preguntó en un susurro.
–Jamás te olvidaré. No podría hacerlo.
[...]
Tiempo  atrás, cuando todavía era joven y mis recuerdos eran mucho más nítidos  que ahora, intenté escribir varias veces sobre Naoko. Pero entonces fui  incapaz de escribir una sola línea. Era consciente de que una vez  brotara la primera frase, las restantes fluirían espontáneamente, pero  ésta jamás brotó. Todo era demasiado nítido, y yo nunca supe cómo  moldearlo. El mapa más detallado puede no servirnos en algunas ocasiones  por esta misma razón. Pero ahora lo sé. En definitiva –así lo creo–, lo  único que puedo verter en este receptáculo imperfecto que es un texto  son recuerdos imperfectos, pensamientos imperfectos. Y cuanto más ha ido  palideciendo el recuerdo de Naoko, más capaz he sido de comprenderla.  Ahora sé por qué me pidió que no la olvidara. Por supuesto, ella intuía  que mi memoria iría borrándose algún día. Por eso me lo pidió: «No me  olvides nunca. Recuerda que he existido».
Este pensamiento me llena de una tristeza insoportable. Porque Naoko jamás me amó.
viernes, 30 de diciembre de 2011
martes, 27 de diciembre de 2011
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